El Maletilla
Como todos los días de corrida, llegó a la plaza una hora antes del comienzo del festejo. Entró en el patio de caballos tras regatear un poco con el portero para que le dejara colarse. No tenía dinero, y a costa de prometerle unos favores y encargos, éste le franqueaba la puerta. Eran amigos, y gracias a él podía ver todas las corridas.
Le gustaba llegar con antelación a fin de observar con detalle todos los preparativos. Tenía mucho encanto, mucho sabor. Casi mas que lo que luego sucedía en el ruedo. Los caballos de picar, gordos, tristes, resignados, eran pesados y montados por los monosabios para ponerles a punto. Con sus casaquillas de desteñido bermellón miraban orgullosos y un tanto despectivos a cuantos curiosos les observaban, pues por un momento eran protagonistas. Se creían importantes. Estrellas. Luego, sobre la arena, se limitarían a golpear al caballo para que no huyese, levantar al picador de sus aparatosas costaladas y blasfemar de miedo.
Mas tarde llegaban las cuadrillas. Primero lo hacían los banderilleros, con sus apagados ternos de azabache, de plata, de nieve. Bregados. Curtidos. Fuertes. Y pese a su papel secundario, sentía admiración por ellos. Más tarde los picadores, voluminosos, enormes, pesados, torpes, como tanques andantes. Con el castoreño en la mano, que luego les protegería la cabeza cuando fueran derribados por la fiera acometida del toro. Finalmente, en medio de gran expectación, hacían su aparición los jefes de las cuadrillas. Jóvenes. Relucientes en sus ternos brillantes, de oro resplandeciente, de seda delicada y suave. Admirados, palmoteados, idolatrados. Con una siempre nerviosa sonrisa en sus pálidos rostros.
Les miraba detenidamente, con atención. Les envidiaba. Eran como semidioses para él, quizá porque, al igual que otros muchos, él también tenía la ilusión de ser torero. Soñaba con verse embutido en tan brillantes trajes, con ver su nombre anunciado en grandes letras en los policromados carteles, con verse rodeado de admiradores que acariciasen con respeto y miedo las lentejuelas de su chaquetilla, los bordados de la taleguilla, y que estrechasen su mano recorridos por un gozoso escalofrío.
Nunca se había puesto delante de un toro, esa era la verdad. A lo sumo había corrido algún encierro en un pueblo perdido, y delante, muy delante de donde verdaderamente venían los toros. Y pese a ello, sentía el toreo. Lo vivía. Le sacudía por dentro. Y así, en infinidad de ocasiones, provisto de escoba por tizona y toalla por pañosa, había hecho grandes faenas a monumentales y figurados bovinos de imponente trapío, casta y seriedad, tras haber brindado su muerte a la mujer amada, y, jugándose la vida con gallardía y majestad, tumbar al toro de una colosal estocada. Sin embargo, fuera de esto, nada había hecho por ser torero. Sólo soñaba.
Hoy, sin embargo, el tantas veces visitado patio de caballos presentaba una nueva imagen, totalmente desconocida para él. Estaba transfigurado, distinto de las otras ocasiones. Se encontró en él sin haber tenido que regatear con el portero. Las herrumbrosas puertas se le habían abierto incluso con cierta solemnidad. Y la gente le dirigía curiosas miradas, y le palmeaban la espalda, y le saludaban, y le felicitaban.
Miró hacia abajo. La cara le cambió de color. Se quedó perplejo y sorprendido. Estaba vestido de luces. Un precioso terno grana y oro, el de los valientes, recubría su cuerpo. Se sobresaltó, porque de repente, sin saber cómo, se encontraba en la situación que tanto había soñado, por la que tanto había suspirado. Se sentía enormemente confuso.
Vio a sus compañeros, dos conocidos matadores, a quienes admiraba. Esta tarde ya no les aplaudiría desde el tendido, sino que, en paridad con ellos, trataría de superarles, de quedar mejor, de ganarles la partida. Estaba anonadado. El miedo a la responsabilidad comenzaba a invadirle. Y comenzó a asustarse.
Ahora comprendía muchas cosas que antes se le pasaban por alto. Lo fácil que es gritar a un torero, insultarle, llamarle cobarde mientras se juega la vida en cada muletazo, mientras se está cómodamente sentado en una naya. Pensó por un momento en la provisionalidad que rodea la vida de los toreros. La fama, el dinero, la gloria, el amor, todo puede desaparecer en un instante fatal de la corrida, en ese segundo temido y eterno.
Sentía su miedo cada vez en mayor grado. Miedo al toro y a sus dos astas. Miedo a la muerte que ahora percibía muy junto a él, acompañándole, invitándole coqueta y seductora. Miedo a la responsabilidad. Miedo al público. Miedo al ridículo. Miedo a la masa vociferante y enfervorizada. Miedo a su gente. Miedo a sus amigos. Miedo, miedo, miedo.
Se refugió en la capilla. Lo necesitaba. Se sentía solo y desamparado, tremendamente desamparado. Rezó con un fervor que nunca había tenido. Al acabar, se sintió reconfortado y protegido. Incluso se sentía mas tranquilo, Y ya faltaba poco para el paseíllo.
Se lió torpemente el capote de paseo. Las manos apenas si le respondían. Le temblaban. Con la montera en la mano se dirigió con arrepentida decisión al portón de cuadrillas. Una luz, brillante y amarilla, procedente del albero, le deslumbró e hizo que su brillante traje cobrase un cegador resplandor.
Pese a que las piernas se le doblaban, avanzó hasta salir a la arena y colocarse entre sus compañeros. El sol, poderoso, soberano, era el señor del claro y diáfano cielo y con fuerza clavaba sus rayos sobre su rostro, cegándole y sin apenas dejarle ver. A sus oídos llegaba el murmullo de la gente, asustante, ensordecedor. Como una jauría humana. Sintió sobre su cuerpo el peso de diez mil pares de ojos que le miraban inquisidoramente, escrutándole, traspasándole. Ojos ávidos de emoción, de lucha y de muerte. Ojos que esperaban su fracaso para lanzarse sobre él. Se sintió muy débil. Se azoró.
Los alguacilillos ya habían efectuado el despeje de la plaza y se encontraban delante de los toreros, encabezando el paseíllo. Un pasodoble, alegre y marchoso resonaba en el aire cálido de la veraniega tarde. Descompuesto, atenazado por los nervios, histérico, se quedó clavado en la arena. Veía avanzar a los otros espadas, pero no era capaz de seguirles. No podía moverse. Su cuadrilla le empujaba pero cualquier esfuerzo era baldío. Oía las ofensivas palabras que desde los muy cercanos tendidos le dirigían, las risas crueles, las burlas sarcásticas, los insultos. Le dolía todo, y tenía la cabeza a punto de estallar. Y no sabía como huir de allí. Hubiera querido desaparecer, que la tierra se lo tragase, salir corriendo, perderse de vista, pero seguía plantado, ridículamente firme, soportando estoicamente su vergüenza y su humillación.
De repente rompió a llorar. Las lágrimas le empañaban los ojos y todo lo veía borroso, cada ves más borroso y difuso, hasta que ya no vio nada...
...Se incorporó bruscamente. El sudor bañaba su cuerpo, y tenía la boca seca y ardiendo. Estaba excitado. Abrió los ojos y vio su habitación sumida en la penumbra. Sobre la silla no estaba el traje de luces, sino la chaquetilla del pijama. Estaba en su casa. Suspiró aliviado. Todo había sido una pesadilla.
Y entonces comenzó de nuevo a pensar en grandes faenas, en ovaciones y aclamaciones, en pasear dos palpitantes todavía orejas de toro dando triunfales vueltas al ruedo.
Le gustaba llegar con antelación a fin de observar con detalle todos los preparativos. Tenía mucho encanto, mucho sabor. Casi mas que lo que luego sucedía en el ruedo. Los caballos de picar, gordos, tristes, resignados, eran pesados y montados por los monosabios para ponerles a punto. Con sus casaquillas de desteñido bermellón miraban orgullosos y un tanto despectivos a cuantos curiosos les observaban, pues por un momento eran protagonistas. Se creían importantes. Estrellas. Luego, sobre la arena, se limitarían a golpear al caballo para que no huyese, levantar al picador de sus aparatosas costaladas y blasfemar de miedo.
Mas tarde llegaban las cuadrillas. Primero lo hacían los banderilleros, con sus apagados ternos de azabache, de plata, de nieve. Bregados. Curtidos. Fuertes. Y pese a su papel secundario, sentía admiración por ellos. Más tarde los picadores, voluminosos, enormes, pesados, torpes, como tanques andantes. Con el castoreño en la mano, que luego les protegería la cabeza cuando fueran derribados por la fiera acometida del toro. Finalmente, en medio de gran expectación, hacían su aparición los jefes de las cuadrillas. Jóvenes. Relucientes en sus ternos brillantes, de oro resplandeciente, de seda delicada y suave. Admirados, palmoteados, idolatrados. Con una siempre nerviosa sonrisa en sus pálidos rostros.
Les miraba detenidamente, con atención. Les envidiaba. Eran como semidioses para él, quizá porque, al igual que otros muchos, él también tenía la ilusión de ser torero. Soñaba con verse embutido en tan brillantes trajes, con ver su nombre anunciado en grandes letras en los policromados carteles, con verse rodeado de admiradores que acariciasen con respeto y miedo las lentejuelas de su chaquetilla, los bordados de la taleguilla, y que estrechasen su mano recorridos por un gozoso escalofrío.
Nunca se había puesto delante de un toro, esa era la verdad. A lo sumo había corrido algún encierro en un pueblo perdido, y delante, muy delante de donde verdaderamente venían los toros. Y pese a ello, sentía el toreo. Lo vivía. Le sacudía por dentro. Y así, en infinidad de ocasiones, provisto de escoba por tizona y toalla por pañosa, había hecho grandes faenas a monumentales y figurados bovinos de imponente trapío, casta y seriedad, tras haber brindado su muerte a la mujer amada, y, jugándose la vida con gallardía y majestad, tumbar al toro de una colosal estocada. Sin embargo, fuera de esto, nada había hecho por ser torero. Sólo soñaba.
Hoy, sin embargo, el tantas veces visitado patio de caballos presentaba una nueva imagen, totalmente desconocida para él. Estaba transfigurado, distinto de las otras ocasiones. Se encontró en él sin haber tenido que regatear con el portero. Las herrumbrosas puertas se le habían abierto incluso con cierta solemnidad. Y la gente le dirigía curiosas miradas, y le palmeaban la espalda, y le saludaban, y le felicitaban.
Miró hacia abajo. La cara le cambió de color. Se quedó perplejo y sorprendido. Estaba vestido de luces. Un precioso terno grana y oro, el de los valientes, recubría su cuerpo. Se sobresaltó, porque de repente, sin saber cómo, se encontraba en la situación que tanto había soñado, por la que tanto había suspirado. Se sentía enormemente confuso.
Vio a sus compañeros, dos conocidos matadores, a quienes admiraba. Esta tarde ya no les aplaudiría desde el tendido, sino que, en paridad con ellos, trataría de superarles, de quedar mejor, de ganarles la partida. Estaba anonadado. El miedo a la responsabilidad comenzaba a invadirle. Y comenzó a asustarse.
Ahora comprendía muchas cosas que antes se le pasaban por alto. Lo fácil que es gritar a un torero, insultarle, llamarle cobarde mientras se juega la vida en cada muletazo, mientras se está cómodamente sentado en una naya. Pensó por un momento en la provisionalidad que rodea la vida de los toreros. La fama, el dinero, la gloria, el amor, todo puede desaparecer en un instante fatal de la corrida, en ese segundo temido y eterno.
Sentía su miedo cada vez en mayor grado. Miedo al toro y a sus dos astas. Miedo a la muerte que ahora percibía muy junto a él, acompañándole, invitándole coqueta y seductora. Miedo a la responsabilidad. Miedo al público. Miedo al ridículo. Miedo a la masa vociferante y enfervorizada. Miedo a su gente. Miedo a sus amigos. Miedo, miedo, miedo.
Se refugió en la capilla. Lo necesitaba. Se sentía solo y desamparado, tremendamente desamparado. Rezó con un fervor que nunca había tenido. Al acabar, se sintió reconfortado y protegido. Incluso se sentía mas tranquilo, Y ya faltaba poco para el paseíllo.
Se lió torpemente el capote de paseo. Las manos apenas si le respondían. Le temblaban. Con la montera en la mano se dirigió con arrepentida decisión al portón de cuadrillas. Una luz, brillante y amarilla, procedente del albero, le deslumbró e hizo que su brillante traje cobrase un cegador resplandor.
Pese a que las piernas se le doblaban, avanzó hasta salir a la arena y colocarse entre sus compañeros. El sol, poderoso, soberano, era el señor del claro y diáfano cielo y con fuerza clavaba sus rayos sobre su rostro, cegándole y sin apenas dejarle ver. A sus oídos llegaba el murmullo de la gente, asustante, ensordecedor. Como una jauría humana. Sintió sobre su cuerpo el peso de diez mil pares de ojos que le miraban inquisidoramente, escrutándole, traspasándole. Ojos ávidos de emoción, de lucha y de muerte. Ojos que esperaban su fracaso para lanzarse sobre él. Se sintió muy débil. Se azoró.
Los alguacilillos ya habían efectuado el despeje de la plaza y se encontraban delante de los toreros, encabezando el paseíllo. Un pasodoble, alegre y marchoso resonaba en el aire cálido de la veraniega tarde. Descompuesto, atenazado por los nervios, histérico, se quedó clavado en la arena. Veía avanzar a los otros espadas, pero no era capaz de seguirles. No podía moverse. Su cuadrilla le empujaba pero cualquier esfuerzo era baldío. Oía las ofensivas palabras que desde los muy cercanos tendidos le dirigían, las risas crueles, las burlas sarcásticas, los insultos. Le dolía todo, y tenía la cabeza a punto de estallar. Y no sabía como huir de allí. Hubiera querido desaparecer, que la tierra se lo tragase, salir corriendo, perderse de vista, pero seguía plantado, ridículamente firme, soportando estoicamente su vergüenza y su humillación.
De repente rompió a llorar. Las lágrimas le empañaban los ojos y todo lo veía borroso, cada ves más borroso y difuso, hasta que ya no vio nada...
...Se incorporó bruscamente. El sudor bañaba su cuerpo, y tenía la boca seca y ardiendo. Estaba excitado. Abrió los ojos y vio su habitación sumida en la penumbra. Sobre la silla no estaba el traje de luces, sino la chaquetilla del pijama. Estaba en su casa. Suspiró aliviado. Todo había sido una pesadilla.
Y entonces comenzó de nuevo a pensar en grandes faenas, en ovaciones y aclamaciones, en pasear dos palpitantes todavía orejas de toro dando triunfales vueltas al ruedo.
3 comentarios
Goreño -
MalSapo -
Pablo -
Un saludo